domingo, 31 de marzo de 2024

Discoteca Paradise (poesía en acetato).

 

I

En 2014, es decir hace diez años, fui invitado a prologar una antología en ciernes, donde se incluían siete poetas de Michoacán con fecha de nacimiento correspondiente a la década 1980: Moisés Ramírez, Jorge Arturo Reyes, Leonarda Rivera, Armando Salgado, José Agustín Solórzano, Magdiel Torres y Daniel Wence.

La antología, titulada Discoteca Paradise (poesía en acetato), no llegaría a la imprenta, quedando como uno de tantos proyectos al final inconclusos, consustanciales a la vida cultural de cualquier ciudad. Lo cual no impidió en modo alguno que la totalidad de aquel elenco siguiera consolidando fecundas trayectorias no sólo en los territorios de la poesía, sino también en los de la narrativa y el ensayo. Hoy se trata de nombres significativos, de inobjetable y legítima pertinencia para nuestra actualidad literaria, sea que permanezcan en michoacanas tierras o hayan emigrado a otras entidades.

No me pareció ocioso recobrar tras una década y en perspectiva dicho prólogo.

 

II

Dice Cesar Pavese  que a los cuarenta años cada persona es responsable de su cara. ¿Significa que antes de la fecha fatal podemos desentendernos con jubilosa irresponsabilidad de nuestros rasgos, o que cuantos afanes empecinemos en perfilarnos identidad se hallarán condenados al fracaso? ¿Significa que, llegada la fecha fatal, quedarán proscritas las enmiendas, los añadidos y las divergencias, y de ahí hasta la postrera caída del telón nos veremos pétreamente condenados a perdurar iguales a nosotros mismos?

No lo creo. Como todas las fronteras humanas, la señalada por Pavese es una frontera móvil, aproximativa, abierta por partes iguales al matiz y a la excepción que la confirma. Y ello sin que vea menguados en lo más mínimo su implacable veracidad, su puntual cumplimiento, su cotidiana confirmación. A los cuarenta años, cada persona es responsable de su cara.

Porque trae en la maleta —acumulado— un patrimonio de experiencias y elecciones que en adelante condicionarán sin remedio tanto sus sostenidas fidelidades como sus imprevistas rupturas. Porque hasta a incertidumbres, hallazgos y zozobras, los filtra un colador de vida vivida impregnado de sabores familiares, dispuesto según hábitos de los que resultará ya difícil desprenderse por mucho que empecinemos voluntad en ello (la verdad es que para entonces la voluntad se empecina más bien en otras cosas).

José Agustín Solórzano

Se dirá —puesto que ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise ha alcanzado los cuarenta años, y todos ellos se encuentran más bien remotos aún de dicha demarcación— que esta entrada es ociosa y estoy hablando más de mí que de ellos. La órbita biográfica de los aquí antologados gira en torno a la treintena.

Me disculpo de antemano por la posible confusión. Nada más lejos de mi interés que  impostarme protagonista de una fiesta a la que he sido generosamente invitado en términos de presentador. Lo que sucede es que, pasados los cuarenta años, uno entiende que sólo puede ver y decir desde la cara de que es responsable, y consideré de mínima honradez poner bien abiertas mis cartas sobre la mesa como primer paso.

Pero también se trata de algo más. Dando por buena la sentencia de Pavese, ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise es todavía responsable de su cara. Pero todos han entrado ya en el trecho de camino que trazará decisivamente los rasgos de la cara de que deberán responsabilizarse.

Moisés Ramírez

Ninguno de ellos es ya un poeta joven; y sin embargo todos lo son. Al menos por estos rumbos, hay que ser cuidadoso con eso de andar administrando etiquetas de juventud a diestra y siniestra. Lo habitual es estacionar al prójimo en la condición de eterno augurio, como recurso —quiero creer inconsciente— para disimular en el espejo y el currículum propios tanto el paso del tiempo como las incómodas sugerencias de caducidad .

Ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise es un poeta joven, porque ninguno puede ser tomado como escritor primerizo. Sus respectivas travesías creadoras ya alcanzan a medirse en páginas y en años. Además, tras su franja generacional hay un par de promociones más noveles, integradas o en trance de integrar al quehacer literario michoacano con perspectivas de profesionalización.

Y, sin embargo, todos los poetas incluidos en Discoteca Paradise son jóvenes. A sus diversas, disímiles tesituras, así como a la variopinta amplitud de lo que miran, las ritma una curvatura ascendente, un sentido augural y propiciatorio (así en la meditación como en el responso, así en la invectiva como en la blasfemia), una inequívoca impronta de camino de ida. Y dicha impronta me parece necesaria de resaltar a la hora de proyectarla hacia el azar o la elección de vivir en Michoacán, de escribir desde Michoacán.

Leonarda Rivera

Es posible y plenamente lícito que la filiación michoacana no interese en demasía a alguno de estos poetas. No la propongo como indispensable ni como la más importante; menos aún como la única necesaria de situar. Sino apenas como una de tantas posibles, reivindicando en todo caso para ella opciones de pertinencia y validez.

Desde hace varios años, una automática pregunta se dibuja en los ojos de tus interlocutores cada vez que andas de viaje fuera del estado. A menudo ni siquiera hay intervalo de salto entre ojos y labios para dicha pregunta: ¿Cómo puedes vivir en Michoacán? ¿Cómo pueden vivir en Michoacán?

Por curioso que parezca, y aun cuando el michoacano promedio no haya sentido a lo largo de estos tres sexenios —y contando— la menor tentación de suscribir los apaciguadores y triunfalistas argumentos gubernamentales y empresariales (“aquí no pasa nada”, “las cosas no están tan mal”, “la situación es grave pero está bajo control”, “Michoacán ya cambió”), lo cierto es que tales interrogatorios suelen generar en uno cierta automática dosis de incomodidad e indignación.

Magdiel Torres

¿Cómo vivimos? Como todo el mundo. Vamos al trabajo, llevamos a los niños a la escuela, nos quejamos del tráfico, llenamos los cafés en los portales, vemos alimentar una floreciente vida nocturna que hace tres décadas (a lo menos en Morelia) hubiera resultado inconcebible, asistimos al cine y al futbol, rebuscamos saldos en las librerías de viejo. Y hacemos todo eso sin andar pensando cada dos segundos (pero también sin olvidar) que estamos parados en un azaroso campo minado, en una feria de horror donde la adversa ley de las probabilidades no hace sino ceñir su cepo alrededor de nosotros. Acaso el posible saldo de esperanza de estos años terribles deba contabilizarse íntegro en dichos términos: los michoacanos hemos reivindicado intransigentes y sin aspavientos nuestro derecho de habitabilidad, incluso en aquellos instantes y vórtices donde con mayor virulencia ha parecido proscrita la posibilidad de asumirnos habitantes.

Muchos de los versos que el lector recorrerá a continuación son testimonio fiel de esa batalla. Ninguno aborda de manera frontal —convirtiéndola en tema, moraleja o anécdota— la circunstancialidad histórica que ha acompañado los primeros lustros del siglo XXI en michoacanas tierras. Pero será imposible leerlos sin la conciencia de que se trata de versos, visiones y vidas construyéndose sentido, zozobra o sinsentido precisamente durante los primeros lustros del XXI michoacano.

Testimonio de que aquí se defendió el empeño de habitar. Y de que parte de ese empeño consistió en escribir poesía. Cuán significativa o cuán periférica resultará esa específica porción del empeño, sólo podrán decirlo los lectores y los años transcurridos. Pero aquí, en este paisaje que desde la distancia puede parecer a menudo llano decorado apocalíptico, donde acaso asalte la impresión de que no queda espacio más que para declararse cómplice ejecutor o indefensa víctima de la barbarie y la rapiña, hubo jóvenes que justo durante las horas más álgidas eligieron ser poetas, se hicieron adultos escribiendo y leyendo versos, le abrieron paso a la continuidad de una herencia que no importa demasiado si aman, respetan, desprecian o sencillamente ignoran (pues en cualquier caso es suya).

Armando Salgado

Arraigo o desarraigo son proporcionalmente fecundos y riesgosos. Celebro como conquistado hallazgo y augurio promisorio, tanto las reconocibles resonancias ante la tradición lírica michoacana de algunas de estas páginas, como la manifiesta impermeabilidad de otras. Y lo mismo puede decirse de la alusión o no a nuestro pedazo de tiempo y tierra compartido. 

Jorge Arturo Reyes se ocupa de la quejumbre antigua en las piedras de Tzintzuntzan, como para ensimismarse en la dolorida música del vasto linaje a que pertenecen. Armando Salgado formula que nunca arrinconará el nombre de sus difuntos ni el aroma del cempasúchil recién cortado, como una suerte de bendición en la puerta de la casa antes de salir a extraviarse y descubrirse en las múltiples patrias íntimas y públicas por las que se siente convocado. Daniel Wence y Moisés Ramírez ensayan entonaciones de metafísica amplitud con tentación de desmesura, encarado uno a la sacra solemnidad demonológica, y el otro como arrullado por las armonías de una naturaleza aún traducible y entonable en términos de cántico. Dice Charly García (en acetato) que no va en tren, sino en avión; Magdiel Torres y José Agustín Solórzano prefieren ir a pie, y desde el paso, el dialecto y la mirada cotidianos, construir la cautelosa sacralización o la pendenciera desacralización de El Día y  los días. Leonarda Rivera asedia a la ciudad como realidad global, como patria específica, como metáfora, alegoría y concepto, como impiadoso doble en el espejo. Nadie habla pues de Michoacán. Nadie deja de hablar pues de Michoacán.

Daniel Wence

Tal sucede con cualquier antología, la que tenemos delante es apenas un botón de muestra; lo mismo en relación al conjunto de la obra que los incluidos están madurando, que en términos de la promoción generacional a que pertenecen. Tal sucede con cualquier antología, estas páginas los han reunido como resultado de diversos azares, decisiones, encuentros, desencuentros, filias y fobias. Tal sucede con cualquier antología, su verdadero valor ha de medirse menos en razón de las envidias que consiga generar o de las estimas que consiga elevar, y más de cara a su efectiva utilidad pública (sin importar cuán absurdo pueda sonar aquí dicho término).

Tengo la impresión de que, en un escenario donde la febril necesidad de publicar y la no siempre sencilla posibilidad de hacerlo, tienden a menudo a perfilar en el gremio literario un aire de estridencia e insustancialidad, Discoteca Paradise lleva ya de suyo garantizada cierta elemental garantía de pertinencia, lo mismo para el instante actual que para los años por venir.

No es lícito ponerse a profetizar quiénes serán estos autores el día que les toque asumirse plenamente responsables de su cara. Pero estimo que en una década no nos sentiremos defraudados al venir a buscar, entre sus poemas, reveladores rasgos de nuestro propio rostro: acordes extraviados de una canción común ya cantada, y sin embargo siempre todavía por cantar.

Jorge Arturo Reyes

sábado, 27 de enero de 2024

Puntos suspensivos.

 

Durante significativa parte de mi infancia, el recorrido habitual y natural para enfilar desde casa hacia la colonia Guerrero donde moraba la abuela, consistía en recorrer con rumbo norte esa avenida que a la postre terminó siendo el Eje Central Lázaro Cárdenas, pero que en los más tempranos desvanes de mi memoria iniciaba llamándose Niño Perdido para convertirse luego en San Juan de Letrán.

Aquello de Niño Perdido estimulaba grandemente mi masoquista favor infantil por las angustias gratuitas. Sobre todo a la hora del regreso, cuando ya bajo las sombras de la noche remontábamos en trolebús la ruta de regreso a casa. Pegando la nariz a la ventanilla conjeturaba un niño solitario, condenado a deambular ida y vuelta ante los portales infranqueables, anegados los ojos de lágrimas, sin alma a la vista propicia a echarle un lazo, brindarle un consuelo, preguntarle dónde vivía.

Seguro hay alguna leyenda o algún episodio histórico relacionado con el nombre Niño Perdido, pero ni la conozco ni me interesa buscarla. Prefiero resguardarme en el limpio masoquismo que a los cinco, los siete o los nueve años me llevaba a mirar en esa avenida nocturna un desolado escenario como sacado de un cuadro de Giorgio de Chirico. El peculiar sentimiento de desolación incubado al amparo del epíteto logró filtrarse incluso alguna vez al ámbito del sueño, con una pesadilla durante la cual el niño perdido resultaba ser yo mismo, arrojado a la brutal intemperie del asfalto, la noche, el concreto. Algo sin duda capaz de generarle un hueco en el estómago a cualquiera.

Sin embargo, por lo que hace a huecos en el estómago, durante aquel plazo de infancia la avenida que al cabo acabaría llamándose Eje Central dispuso para mí como estelar otra prenda distinta.

Abordado el correspondiente trolebús y ocupado el correspondiente asiento para encaminarnos rumbo a casa de la abuela, sin importar la disposición anímica del día, ni la especial ocupación en turno (mirar por la ventana, conversar, jugar, pelear con alguna de mis hermanas), llegaba siempre el punto donde venía a imponerse la conciencia de que estábamos a punto de atravesar el Viaducto. Nosotros nos habíamos acostumbrado a denominar aquel cruce como El Puente. Durante cosa de diez o quince segundos, el trolebús alteraba su estable desplazamiento horizontal para ascender y descender la parábola impuesta por el correspondiente paso a desnivel. Y no importaba cuánto te hubieras preparado, cuántas rutinas respiratorias hubieras improvisado, con cuánta anticipación hubieras cerrado los ojos para esta vez no sentir, cuánta voluntad afanaras en ocuparte de otra cosa. Inevitablemente, el descenso de la parábola te provocaba un súbito vacío de vértigo en el vientre.

¿Cuánto tiempo luchamos contra él mis hermanas y yo? No lo sé. Pero debió tratarse de varios años, durante los cuales aquel vacío se impuso invicto a todos nuestros afanes por conjurarlo o siquiera sobrellevarlo.

Sabiéndonos ya en las inmediaciones del cruce fatal, en prevención de que alguien por despiste no lo hubiera advertido, solíamos decirnos: “el puente, ahí viene el puente”. Anunciábamos a coro que esta vez no sucumbiríamos a su influjo, nos prometíamos en silencio afectar la misma ecuánime indiferencia de nuestros padres y el resto de los pasajeros, nos resignábamos con alborozado pánico compartido a lo que se venía: “el puente, ahí viene el puente”. Y el hueco en el estómago, la temida aun cuando indolora suspensión, sobrevenía con toda puntualidad, acicateada o incluso —pienso ahora— propiciada por cada tentativa de oposición que improvisáramos.

Creo que la variante más temida era la de que el vacío consiguiera sorprendernos más acá de toda prevención. Que por algún motivo aquel día fuéramos cavilando otras cosas, mirando en otras direcciones, enfrascándonos con especial intensidad en un juego o en un pleito. Y que lo que nos arrancara de la distracción fuera justo el temido golpe de vértigo en la panza, especialmente sádico al descubrirnos indefensos, o acaso más bien irritado al advertir la imperdonable falta de que hubiéramos sido capaces de olvidarnos de él.

Ignoro en qué momento de mi vida logré sobreponerme a la inevitabilidad de dicho hueco en la boca del estómago. Hasta cuándo conseguí que las súbitas bajadas y subidas de un paso a desnivel puesto en mi camino se incorporaran como detalle anecdótico sin ningún género de consecuencia extra, pudiendo llegar incluso a pasarme desapercibidas. En cualquier caso, el aprendizaje, la conquista o la pérdida —según queramos calificarla— debió verificarse lejos del cruce entre Eje Central y Viaducto. Primero nos mudamos a un departamento distinto, desde el cual había que abordar el metro y no el trolebús para trasladarnos hasta casa de la abuela. Después abandonamos la ciudad de mi infancia y nos instalamos en Morelia. Me parece recordar que alguna visita adulta a la capital me restituyó casualmente cierto día el viejo recorrido, arrancándome una sonrisa triste al advertir que el correspondiente sube y baja no provocaba ya efecto alguno en mí; pero seguro distorsiono y manipulo, como hace siempre sin remedio toda evocación al articularse testimonio.

La cuestión es que, llegado determinado punto en el tránsito de la vida, las pendientes provocadas por los pasos a desnivel dejaron de provocarme aquel golpe de suspensión en el estómago, dentro de cuya pausa a la vez brevísima e infinita el universo entero daba en pasmarse con una fisonomía muy parecida al susto, sin que por ello cupiera asimilarla íntegramente al susto. Como no soy aficionado a los juegos mecánicos, ni menos aún a los entretenimientos extremos que gustan llevar hasta su más exacerbado  límite este tipo de sobresaltos, aquella prenda de mi remota infancia sólo llego a recobrarla muy raramente. Quiero decir, en términos físicos. Los metafísicos son otro cantar.

No podría explicar por qué, pero dicho vértigo ha terminado por quedar asociado en mí con los puntos suspensivos: esos tres puntitos ocasionalmente alineados a ras de renglón. Al aparecer en un texto, este signo representa siempre el espacio de una pausa. No la pausa habitual, cotidiana, carne y espíritu de la respiración y el habla, que cristaliza en la coma, sino otra pausa distinta, acentuada por lo excepcional. Excepción que abarca en su caso no sólo cuanto no puede decirse o cuanto no quiere decirse, sino también ese peculiar énfasis a menudo exigido por cuanto justo está a punto de decirse.

Igual que todos los signos gramaticales, también ellos poseen su propio esoterismo. Y es que a través suyo el punto, inequívoca expresión de lo concluyente, no se reafirma al triplicarse, sino que se transmuta en su propio vilo. La muerte ensimismada hace brotar de su ensimismamiento—en forma de sugerencia, inconclusión, promesa o reserva— el hálito mismo de la vida. Tal el poder de estos puntos suspensivos. Tal el poder de estos puntos capaces de suspender.

No disociemos los dos significados básicos del verbo. Suspender es sí, por un lado, interrumpir temporalmente. Pero por otro también alzar, sostener en alto. Así pues, ¿qué es lo que este signo suspende? Es decir, ¿qué es lo que este signo interrumpe temporalmente? O mejor aún: ¿qué es lo que alza y sostiene en alto?

¿Qué alzaba y sostenía en alto aquella abismal pausa del paso a desnivel en el cruce de Eje Central Lázaro Cárdenas y Viaducto durante mis días de infancia? No lo sé. Sólo sé que hoy me basta evocarla aquí para sentir restituido en la boca del estómago un hueco bastante parecido, más demorado en eso de instalarse, más perdurable en eso de arraigarse. Un hueco de imposible. El rastro de un niño perdido que recorre ya para siempre una avenida llamada igual que él: Niño Perdido. Instalado en el asiento de un trolebús, a la espera de que voces queridas vuelvan a anunciarle con el más gozoso de los espantos: “el puente, ahí viene el puente”.


Imagen: Buster Keaton en Daydreams (Cline-Keaton, 1922)

domingo, 10 de diciembre de 2023

Margarita.

Soy la piedra en el zapato del destino, 
la molesta risa fresca entre los muertos.
Soy ésa.
               de La dimensión de los cuerpos (1992)

I

¿Quién es Margarita Vázquez Díaz? Ésa.

Esa mujer. Esa poeta. Esa escritora. Esa antologadora. Esa promotora cultural. Esa coordinadora de talleres literarios. Esa activista de la formación artística dirigida al sector infantil. Esa investigadora de la cultura popular en general y de la contracultura juvenil urbana en particular. Esa orgullosa madre de tres hijas y un hijo. Esa orgullosa abuela de dos nietas y dos nietos.

Esa que nace en la Ciudad de México en el año 1954, y treinta años después se traslada a Morelia para iniciar su dilatado y fecundo camino como mujer de letras. Esa que arranca su formación literaria en el taller “La Cúpula”, coordinado por el maestro Tomás Rico Cano, participando durante los siguientes años en varios otros, entre los cuales destacan aquellos impartidos por Daniel González Dueñas, María Luisa Puga, Oscar Oliva, Frida Lara Klahr y Efraín Bartolomé. Esa que durante tres décadas se desempeñó como investigadora en la delegación Michoacán de la Dirección Nacional de Culturas Populares, y hasta la actualidad continúa coordinando el taller de creación literaria de la Casa de la Cultura de Morelia.

Esa que ha publicado los siguientes poemarios individuales: Asómate a mi ventana (Colectivo Artístico Morelia, 1990), La dimensión de los cuerpos (Jitanjáfora, 1992), Entrega para hombres de sal (Ed. de autor, 2004), La imagen en el agua (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2005) y De cara al caracol (Jitanjáfora, 2010); volúmenes a los que hay que añadir la autobiografía Margarita (Instituto Michoacano de Cultura, 2004), así como los libros de investigación Grafiteros de Morelia y Nuevas identidades en la ciudad de Morelia: las jóvenes en la contracultura (Unidad Regional Michoacán de Culturas Populares, 2003 y 2006). Esa que además ha sido incluida en las antologías Continuación del canto (Instituto Michoacano de Cultura, 1990), Los nombres y las letras (Jitanjáfora, 2007), Olvidados y excéntricos (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2008), La generación del desencanto  (Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2009), La República en la voz de sus poetas (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2012), Breve antología de poesía erótica latinoamericana (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2014) y El brillo de la hierba húmeda (Ediciones Moneda, Chile, 2020).

Esa que ha sido coordinadora, antologadora o responsable en la hoja poética Uandáricha (1987-1988), la revista de creación literaria infantil Arbozontle (1989-2007), la sección infantil Vámonos volando del periódico “Buen Día” (1994), el cartel de poesía Palabreando (1995-1996), la revista y las plaquettes del taller de creación literaria De cara al caracol (2011-2012), el libro de creación literaria penitenciaria Alicia en el exilio (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2008) y la versión Michoacán de la antología El brillo de la hierba húmeda (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011, 2ª ed 2015).

Esa que, entre otros, ha publicado en los siguientes periódicos, revistas, suplementos y sitios web: El sol de Morelia, Buen Día, Cambio de Michoacán, El cocodrilo poeta, Fragmentario, Jitanjáfora, Piel de tierra, Diturna, Aquí, Zona franca y Revolución 3.0. Esa que ha participado en decenas de festivales, ferias y encuentros literarios, artísticos, culturales y educativos, como el XV Festival de Poesía de La Habana Cuba, la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, el VII Encuentro de Poetas del Mundo Latino, el encuentro Mujeres Poetas en el País de las Nubes en Huajuapan de León Oaxaca, el Tercer Encuentro Iberoamericano de Creación Literaria, el 2º Encuentro Nacional de Mujeres Poetas en el Valle de Tangamanga y el Encuentro Nacional Cervantes de Poesía,  

Esa a quien el Seminario Permanente de Escritores Michoacanos le consagró en 2009 su sesión 23 y su correspondiente epítome. Esa a quien este año se ha homenajeado dentro del marco del 7º Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes, Morelia 2023. 

¿Quién es Margarita Vázquez? Ésa.


II

Acaso hasta hoy la única glosa crítica en torno a la poesía de Margarita Vázquez Díaz sea el breve prólogo de Frida Lara Klahr a La imagen en el agua, volumen publicado en 2005 por la Secretaría de Cultura de Michoacán, y único poemario de la autora con existencia editorial propiamente dicha a través de un ISBN. Viejos, endémicos problemas estos: los de las penurias para publicar poesía, los del desértico silencio reflexivo en torno a las travesías de nuestras y nuestros poetas, sin importar cuánta admiración y afecto afirmemos tenerles. 

El primer libro de poemas de Margarita, Entrega para hombres de sal, languideció durante cosa de quince años en los estantes del departamento de literatura del entonces Instituto Michoacano de Cultura, acumulando dictámenes favorables de sucesivos consejos editoriales, pero siempre desdeñosamente marginado en las efímeras colecciones de cada nueva administración; conformado por poemas escritos entre 1985 y 1988, tuvo que ser impreso de manera doméstica por una de sus hijas hasta el año 2004. De cara al caracol, medular compendio antológico para cualquier persona interesada en dimensionar con una panorámica general la producción lírica de Margarita, fue publicado en 2010 dentro de las ediciones Jitanjáfora de José Mendoza Lara; sin embargo, los textos más recientes que incluye corresponden al año 2001, de suerte tal que podemos decir que las últimas dos décadas de producción lírica de nuestra poeta se hallan hasta hoy enteramente inéditas, aun cuando se trate de un personaje reconocido, apreciado y querido dentro del medio literario y cultural michoacano; aun cuando a lo largo de esos mismos veinte años no haya por su parte cejado nunca en la divulgación del trabajo de otros como antologadora, tallerista, investigadora, organizadora, editora y amiga.

Por lógicas razones de formato y extensión, el comentario introductorio de Frida Lara Klahr a La imagen en el agua resulta conciso, frugal, escueto. No obstante, es de agradecer que la prologuista haya aprovechado la brevedad del espacio disponible para consagrarse no a los habituales elogios de circunstancias cuando de presentar la obra de alguien se trata, sino a aventurar el apunte de algunos útiles nortes críticos, propicios a dimensionar la identidad poética en cuestión. Confesándose incapaz de encuadrar los poemas de Margarita dentro de los marcos de alguna corriente preexistente, Frida procede a situarlos empleando la noción de originalidad en dos sentidos complementarios. Primero, aquello que en la palabra original remite materialmente a lo originario: “el poema surge del otro (el mundo) con el otro”[1]. Segundo, aquello que en la palabra original remite verbalmente a inédito: “nombrar el origen de una manera distinta”[2]. Partiendo de ahí, Frida consigna el modo en que Margarita…

 

…hace eterno su presente; esa tarde, esa u otra sensación, aquella visión, las hace únicas por el milagro de la palabra, porque su realidad es nombrada de diferente manera, nombrada “por primera vez”.[3]

 

Aun cuando sus bases iniciales dentro del oficio las haya adquirido Margarita en el entorno formativo de Tomás Rico Cano, el taller “La Cúpula” y el grupo Uandáricha, la depuración de su voz poética, la maduración de su peculiar, intransferible modo de mirar y decir, comienza a cristalizar más bien bajo el magisterio de Gaspar Aguilera Díaz. Margarita engrosa el catálogo de poetas que hallaron identidad y tesitura propias a partir de la manifiesta influencia de Gaspar; una influencia derivada menos de talleres y asesorías recibidos, que de la directa exploración de su universo lírico a través de la lectura. Entre las múltiples huellas que Gaspar legó para Michoacán y Morelia, la más significativa es sin duda aquella generada por la íntima, genuina resonancia que sus versos hallaron en la escritura de otros.

 No todos los rasgos distintivos de la poética gaspariana arraigaron eco en Margarita. Los juegos de mimetismo intertextual con los que el nativo de Parral se trasviste Dante, Rilke o Rimbaud, así como la utopía cosmopolita que lo lleva a configurar una ciudad personalísima a través de las ciudades que habitan su memoria, su sueño y su deseo, resultan para ella contingentes, marginales, cuando no enteramente ajenos. Por el contrario, el coloquialismo confesional pasado por el tamiz de la contracultura, así como la experiencia erótica como privilegiada llave para desciframiento de la realidad, resultan nítidos en varias estancias. Más que revelarle un territorio desconocido, la influencia de Gaspar Aguilera permitió a Margarita arrostrar con lucidez terrenos de interés y exploración que ya le eran de antemano propios.

El temprano trato personal con la tijuanense Rosina Conde, durante una época en la cual Margarita no había elegido aún hacerse poeta, ayudó a transparentarle decisivos perfiles de lo que a la postre sería su rostro poético. Entre los diecisiete y los treinta años, Margarita se había elegido jefa de familia, madre, esposa, ama de casa. Nunca, ni en presente ni en pretérito, podrá nadie aseverar que la escuchó renegando o lamentándose por aquel período de su vida, por aquella circunstancia en la cual se eligió. Pero si alguna sentencia saltaba recurrente a sus labios entonces como ahora, era sin duda “buscar otras opciones”. Siempre hablaba de que había que buscar otras opciones. Para ella, para sus hijos, para su pareja, para el desconocido injustamente tratado en defensa del cual saltaba con ímpetu flamígero a la menor provocación. Sostenida rebeldía y pendenciera solidaridad ya desde ahí, la de aquella joven señora para con el anciano maltratado, la mujer golpeada, el gay discriminado, el adolescente problemático, el niño de la calle hostigado.

Esa búsqueda de alternativas aun cuando su material sustancia no resulte todavía clara del todo, ese afán de nombrar la existencia con palabras todavía por descubrir, que Frida Lara Klahr identifica como rasgo definitorio para la lírica de Margarita, había comenzado pues a desplegarse con plena transparencia mucho tiempo antes de que Margarita llegara a escribir su primer poema. Para situar dicha disposición en frecuencia específicamente literaria, el ejemplo y la influencia de Rosina Conde resultaron decisivos. Sólo que aquí la palabra nunca ha estado separada de la vida, lo originario no se ha deslindado nunca de lo inédito. Si la realidad se renueva origen, es demandando el verbo que la nombre; si el verbo se adelanta indómito hacia las patrias de lo todavía por ser, es para nombrando abrirle espacio material a lo posible. Margarita Vázquez encontró en Rosina Conde una mujer que era como ella y a la  vez harto diversa de ella, y que a través de su ser, estar y transitar delineaba nuevos horizontes (abría nuevas opciones) para la mujer que ella misma deseaba ser. No se trató de la única mujer fundamental para Margarita en ese sentido, hubo varias otras. Pero el caso es que entre todas ellas Rosina atesoraba la merced de ser mujer y además escritora. No creo exagerar si afirmo que Margarita terminó haciéndose poeta gracias a la azarosa coincidencia, la fugaz relación, la complicidad secreta y la íntima distancia sostenida con la mujer Rosina Conde, la madre Rosina Conde, la escritora Rosina Conde. Rosina acababa de publicar hacia esa época sus primeros volúmenes individuales, una plaquette de poemas y un cuadernillo de viñetas narrativas autobiográficas. En ambos reconoció Margarita prendas propias, de las cuales no volvería a desprenderse, y que más adelante se erigirían perdurables rutas de sus propios trabajos literarios. Por un lado, la reivindicación de una identidad femenina labrada a contracorriente con sincopadas cadencias de blues, jazz y rock; por otro el leitmotiv erótico como tema nodal. Elementos que, tal quedó ya apuntado, se consolidan como rasgos definitorios bajo el influjo de Gaspar Aguilera.

Otra influencia decisiva para la escritura de Margarita, sin la cual su fisonomía poética resultaría radicalmente distinta, es la de Daniel González Dueñas. Además de la lectura de su obra, dicha influencia deriva de un taller impartido por el escritor en Morelia hacia fecha tan temprana como 1986, justo durante el período donde Margarita se hallaba iniciando camino en la literatura. Un capítulo de su autobiografía consigna la experiencia en los siguientes términos:

 

…entrar en un estado de receptividad para llevar a cabo ejercicios de escritura, a partir de captar ese instante privilegiado que otorgan las palabras, donde la intuición nos lleva a otras formas de ver las cosas, donde el poema consagra un instante en el que algo pasó. [4]

 

Taller de disciplinada afinación del universo perceptivo como punto de inflexión para escribir, que a su turno fascinó a Margarita tanto como repelió a otros, por demandar exigencias propias de los talleres escénicos, incorporando rutinas corporales, respiratorias y sensoriales. Si la huella de aquella experiencia y el eco de la poesía de González Dueñas no resultan perceptibles en los tres primeros conjuntos de poemas de Margarita (Asómate a la ventana, La dimensión de los cuerpos, Entrega para hombres de sal), a partir de La imagen en el agua  resultan inequívocos.  No se trata de un mimetismo estilístico ni temático, sino de algo infinitamente más esencial y sutil: una peculiar disposición en común para asomarse a la realidad dentro y fuera del poema.

Es ahí donde la lírica de Margarita pasa a adquirir sus potencias más depuradas. Ya no sólo la legítima enunciación de su propia experiencia vital para reinventarse y habitarse individualmente, sino la capacidad para reinventar y compartir estancia habitable el universo entero a partir de enunciar todo lo mirable, a partir de mirar todo lo enunciable, con especial predilección por lo más pequeño, lo más cotidiano, lo en apariencia más insignificante. Matizando las palabras de Frida Lara Klahr, diríamos que ya no sólo se trataba de que Margarita hiciera eterno su presente y de que su realidad fuera nombrada por primera vez. Era el presente todo lo que en su poesía pasaba a hacerse eterno, era la realidad toda la que cabía advertir nombrada por primera vez; como corresponde a la maestría poética cuando ha trascendido la llana —sin importar cuán competente— confección de versos.

El silencio editorial de Margarita durante las últimas dos décadas transparenta toda su gravedad ante los ojos de quienes hemos tenido oportunidad de asomarnos al acervo inédito que ha venido acumulando durante dicho período. La temática erótica y amorosa, que en algún momento amagó fijarse como eje totalizador de su obra, gradualmente pasó a incorporarse apenas como un elemento de exploración más entre muchos otros, hasta finalmente ocupar un sitio periférico, marginal. La poesía de Margarita constituye hoy un universo vivo y depurado, cotidianamente enriquecido. Un universo donde el rasgo dominante hay que buscarlo en la limpidez de la mirada y la concisión del decir, como estrategias para continuar refrendando prodigio la reversible dialéctica entre realidad originaria y palabra inédita, lúcidamente detectada a su turno por Frida Lara Klahr. Patrimonio que sin lugar a dudas demanda, amerita aquilatarse más allá de su círculo de fidelidades personales más próximas. Las vísperas de sus siete décadas de vida, sus cuatro décadas como poeta y moreliana, que habrán de celebrarse este 2024, resultan sin duda el escenario más idóneo para ocuparse de ello.


III

Para acercarse a la poesía de Margarita, dos enlaces:




* Textos leídos durante la mesa de homenaje dedicada a Margarita Vázquez Díaz, 
dentro de las actividades del 7o Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes Morelia 2023.


[1] Klahr, Frida Lara. “Origen y poema. O el arte del encantamiento en la poesía de Margarita Vázquez”. Introducción a La imagen en el agua de Margarita Vázquez Díaz (SECUM, 2005).

[2] Ibídem.

[3] Ibídem.

[4] Vázquez Díaz, Margarita. Margarita (IMC, 2004).


Fotografías:
1. Margarita.
2. Las publicaciones literarias de Margarita.
3. Margarita presentando su primer poemario La dimensión de los cuerpos, acompañada por José Mendoza, Sergio Monreal y Cecilia Izarrarás.
4. Margarita durante una de sus muchísimas participaciones en eventos de formación literaria, promoción cultural y fomento a la lectura.
5. Margarita con Gaspar Aguilera Díaz.
6. Margarita durante la presentación de su compilación Alicia en el exilio, antología literaria penitenciaria escrita por mujeres.
7. Margarita durante la presentación de su Autobiografía, acompañada por Rosina Conde.
8. "Apareció otro gato. ¡Siempre aparece otro gato!" (poema Lotería, cuarto creciente).
9. Margarita durante su mesa de homenaje en el ENPJ Morelia 2023.